Pero no se trata de mera iconoclastia, sino de la apropiación, o de la disposición de un elemento que significa la condición de ciudadanos, precisamente, aquella condición que el golpe de Estado y la dictadura intervinieron. Como nunca antes había ocurrido en el arte chileno, en ese período la bandera pasó a ser en un emblema que simboliza tanto el ejercicio del orden republicano como su ausencia, especialmente ahí donde, simbolizando la “Patria”, sintetiza colectiva e individualmente las categorías que determinan la filiación, en la sociedad civil, en el espacio plástico y en el espacio político.
Entre cordillera y mar (1975–1977–1981) y Repliegue (1981–1982), cumplen con una mecánica similar, solo que en el primer caso la bandera fue dibujada en la arena de una playa y borrada por la marea, de modo que no se trabajó con el objeto bandera sino con su representación. En el segundo caso, tenemos otra vez en escena a la bandera misma, en la acción de ser desplegada y plegada ante el umbral del pórtico del Museo Nacional de Bellas Artes, de modo que si antes tuvimos una representación de la bandera en el espacio de la naturaleza, ahora tenemos la bandera misma siendo manipulada en el espacio del arte. En este sentido debemos tener en cuenta que se trata de “acciones”, es decir, de cometidos específicos en los que el artista queda comprometido corporal y conceptualmente. Actos que tienen una duración definida, situaciones que acontecen en el tiempo y que son efímeras, por lo que su registro es fundamental pues, al mismo tiempo que testimonia su verificación, permite que la acción se inscriba en otra temporalidad y puedan formar parte de diversas composiciones, exposiciones o instalaciones, circulando así en el campo del arte.
Gonzalo Arqueros, Catálogo Razonado MAC, 2017.